martes, 21 de octubre de 2008

Pequeña historia de mi abuela holandesa

Mi abuela, que aún era joven para ser abuela, pues tenía sólo 66 años, acababa de dar los últimos suspiros de su vida. Después de hacer un ruido gutural y emitir algunos estertores, dejó de respirar. Con la ayuda de un doctor bienintencionado -pagado por el gobierno-, y rodeada de sus familiares más próximos, acaba de quitarse la vida. El doctor hizo algunas pruebas para confirmar la muerte, asintió con la cabeza echándonos una mirada a los presentes, recogió su parafernalia en un maletín y, disculpándose brevemente, se marchó dejándonos a los familiares ante el cadáver y a la espera de que llegara el personal de la funeraria.

Para mi abuela Gertrud no tenía sentido seguir viviendo pues su final estaba claro y cercano. Hacía unos días le habían diagnosticado un tumor de grandes dimensiones en el intestino y con varias metástasis. No había curación. Le quedaban apenas unas semanas, unos meses todo lo más.

Todos nosotros, alrededor de ella, guardábamos un embarazoso silencio. Apenas nos atrevíamos ni a mirarnos unos a otros. Habíamos conocido a una Gertrud llena de vida y alegría. Y ahora estábamos atónitos ante el despojo de su cuerpo y este desenlace tan rápido. Seguramente nos culpábamos de nuestra impotencia para convencerla de que no lo hiciera. ¡Pero si casi no nos había dejado ni hablar!. Cuando algunos de nosotros, días atrás, tratábamos de hacerle pensar mejor en esta decisión de acabar con todo, nos interrumpía antes de empezar a hablar: "Bah, bah, tonterías, no os preocupéis por mí, yo estaré muy bien cuando me haya ido... ¿Queréis probar esos pastelitos que he horneado?". Siempre había sido así, muy independiente y muy dueña de su propia vida. No dajaba que nadie se metiera en sus asuntos. No sé si era sólo mi impresión, pero esos últimos días me pareció que ella trataba de ser la que había sido siempre, hasta el postrer minuto, como si no pasara nada.

En mitad de aquél pesado silencio que nadie se atrevía a romper, el timbre del teléfono tronó como una explosión en nuestros oídos .

Yo era el que estaba más cerca de la puerta de salida, así que me dirigí al pasillo -donde estaba el aparato- y descolgué:
- ¿Dígame? -una voz femenina respondió:
- Hola, ¿es la casa de doña Gertrud Shmidt?
- Sí, aquí es... -contesté confundido y en un volumen muy bajo.
- ¿Podría hablar con ella?
- No,... eh, bueno, ahora no se puede poner.
- ¿Más tarde, tal vez?
- No, más tarde tampoco. Está indispuesta. -mentí con un hilo de voz, tratando de que no se me notara el nerviosismo y buscando evitar más preguntas. Pero la voz femenina, al otro lado del hilo, insistía:
- ¡Vaya, que fastidio! Tenía que darle una buena noticia... ¿Es usted familiar suyo?
- Sí, es mi abuela... -"era" pensé yo, pero usé el tiempo verbal en presente.
- ¡Ah, encantada...! ¿Puede darle usted un recado de mi parte?
- Eh,... bueno... dígame.
- Llamo del hospital. Es con respecto a los resultados que le dimos hace una semana. Hemos tenido un error cambiando los informes de dos pacientes. El caso es que le dimos el de otra persona que está muy grave. Por el contrario, la señora Schmidt no tiene de qué preocuparse. Su diagnóstico son unos pólipos en el intestino pero no revisten ninguna gravedad. Con una sencilla cirugía se pondrá como una rosa...
- Pero... pero... ¿qué me está diciendo? ¿Que NO tiene un tumor avanzado en el intestino? -casi grité yo, cambiando totalmente el tono de mi voz. Una especie de calor me subió desde la cintura hasta la cabeza, y noté que me inflamaba de rubor por el mazazo de la noticia... Mi corazón se puso al galope y las piernas me flaqueaban. Buscaba una silla pero no había ninguna cerca.
- Así es, su abuela está casi como una rosa...
- Pero... ¡si se acaba de suicidar pensando que ya no le quedaban más que unos días...!!! -dije yo sin saber ya qué hacer con mi cuerpo, ni qué postura adoptar, o cómo poner la mano que tenía libre (creo que agarré el auricular con las dos manos). A esas alturas, varios familiares habían salido de la habitación de la abuela y me miraban tan atónitos como si yo mismo fuera la abuela resucitada. Y yo les miraba a ellos con los ojos abiertos como si estuviera viendo a un grupo de fantasmas. La mujer que hablaba conmigo enmudeció. Creo que se le escapó una palabrota de incredulidad.

El resto... es otra historia.

No hay comentarios: