sábado, 7 de febrero de 2009

CONGO: La mirada de la esperanza

Artículo copiado de la revista XL SEMANAL, del número 1110, del 1 al 7 de febrero de 2009:

http://www.xlsemanal.com/web/articulo.php?id=39898&id_edicion=3867


CONGO
La mirada de la esperanza

ÁLVARO YBARRA ZAVALA
El padre Mario, rodeado de niños del centro.

En medio del fango de la guerra, las violaciones y la miseria más atroz, el centro salesiano Don Bosco ha acogido, educado, curado y alimentado a 26.000 niños. Al frente, el padre Mario, un ejemplo para aquellos que se niegan a aceptar que todo está perdido. Álvaro Ybarra Zavala ha retratado a algunas de las niñas del centro, quienes, pese a sus durísimas historias, son la prueba de que la luz puede brillar entre las tinieblas.



El mal no es ninguna abstracción. El mal existe y en algunos lugares del mundo, como en la República Democrática del Congo, tiene forma humana, porque desde Hobbes a Sartre `el lobo puede ser un lobo para el hombre´ y `el infierno son los otros´. Pero a fuerza de asomarnos a los estragos del mal, a la guerra que se ensaña como una maldición sobre uno de los países mineralmente más ricos de la Tierra, atizada por la codicia, multiplica el sufrimiento y el dolor, nos olvidamos de fijarnos en la otra mitad, en quienes se niegan a aceptar el triunfo del mal. Como una escuela de camisas blancas cuya luz brilla en medio de las tinieblas.


El centro Don Bosco Ngangi, situado en la periferia de Goma, capital de la región congoleña de Kivu Norte, junto a la frontera ruandesa, es una isla de certeza en medio del fango de la guerra, las violaciones, la miseria más atroz, los centenares de miles de desplazados. Es la prueba de que no todo está perdido, de que para atajar el mal son precisos héroes que no se dan la menor importancia, pero que no tienen pelos en la lengua, como el padre Mario Pérez Duque, salesiano, que dirige este centro escolar y asistencial, hogar de 68 antiguos niños soldado, escuela primaria, centro de formación profesional, clínica y refugio en el que, en una década, ha acogido, educado y nutrido espiritual y materialmente a 26.000 niños.


El padre Mario, venezolano, campechano, no es un diplomático, no comercia con la verdad: «La paz no se negocia. La paz hay que imponerla. Es necesaria para todos». Es su forma directa de reprocharles a las buenas potencias europeas su no querer mancharse las botas y las manos tratando de imponer la paz en el devastado Congo, donde la fuerza de paz de las Naciones Unidas parece más preocupada de protegerse a sí misma que a la población. Y en medio de esa queja, que surge neta, pero a media voz, en un alto de los muchos trabajos que mantienen vivo día a día el centro Don Bosco, un médico, Joseph, que hizo la carrera en la lejana Kinshasa, al otro extremo de un país corrupto e imposible. Acaba de atender un nuevo parto en el centro, en una clínica tan limpia que casi se podría comer en el suelo. Su comentario es más que una jaculatoria, es una constatación que es el pan de cada día para el martirio congoleño, objeto de todas las codicias: «Incluso en medio de la guerra, la vida sigue». Si esto no es un milagro, que venga Dios y lo vea.


Con respaldo de instituciones como la Agencia Española de Cooperación y Desarrollo Internacional, el Programa Mundial de Alimentos, la FAO, Unicef, Cáritas y otros donantes públicos y privados, una visita al centro Don Bosco permite recuperar la fe en la capacidad del ser humano para sacar lo mejor de sí mismo, para negar la potencia del mal. Claro que Mario Pérez y sus 20 maestros, un centenar de ayudantes, cinco salesianos y ocho voluntarios (siete italianos y uno francés) se las ven y se las desean para atender a los 500 niños que duermen en el centro, a los 3.000 niños que acuden a diario a la escuela y a comer y a las familias que acampan junto al centro (un reducto de paz), ahora multiplicados por la última sacudida de la guerra. Bajo el sol de Goma, el patio del colegio es una sucesión de hileras de camisas blancas que cantan y bailan incansables. Parece increíble la limpieza y el orden que reinan en el Don Bosco, en agudo contraste con el campo de desplazados de Kibati, que se ha instalado en las afueras de Goma.


Nzibonera Bizimana procede de la aldea de Katwigueru, a unos 90 kilómetros de Goma. Con la camisa blanca del resto de sus compañeros sobre la piedra volcánica del centro Don Bosco, mira a los ojos con una mezcla de pena y desconfianza, habla bajo y no hace alarde de nada, como si todavía escogiera las palabras, como si fueran piedras. Cree que sus padres todavía siguen en el pueblo, pero 11 de sus 12 hermanos (cinco chicos y seis chicas) han muerto a manos de los mai-mai, una de las guerrillas que aterrorizan el este del Congo, que se disputan el control de sus minas de coltán (el mineral que alimenta nuestros ordenadores y nuestros móviles) y que en teoría combate del lado del caótico Ejército congoleño.


La antigua y mal pagada tropa de Mobutu sigue siendo más amiga del saqueo y de la violación que de defender a sus conciudadanos de guerrillas como la del general tutsi Laurent Nkunda, cuyos comandantes reclutaron a Nzibonera Bizimana a la fuerza cuando tenía 13 años y la obligaron a convertirse en un soldado, a disparar y a matar, aunque no quiere hablar de ello, entrar en detalles: «He hecho mucha guerra, he participado en muchos combates». Ahora quiere ser un niño más, intentar recuperar un tiempo no sólo perdido, sino que le ha sido miserablemente extirpado. Ahora quiere estudiar, como compañeros suyos que han cambiado el fusil por las tijeras, la tiza y la máquina de coser: aprenden sastrería en uno de los preciosos talleres de corte y confección del Don Bosco.


Fundado por los salesianos en 1989 como campo de deportes y escuela de alfabetización en el barrio de Ngangi, el centro de jóvenes Don Bosco es una ciudad a escala, un microcosmos, un pequeño mundo con sus instituciones y sus reglas, donde el horario se cumple a rajatabla y la dignidad humana está fuera de toda duda, algo tan difícil de ver no sólo en el campo de desplazados de Kibati, sino en la misma ciudad de Goma, y no digamos en todos los territorios del este congoleño, un país que ya sufrió dos guerras devastadoras, entre 1996 y 1997 y entre 1998 y 2003, que causaron no menos de cuatro millones de muertos, la mayor mortandad tras la Segunda Guerra Mundial. Don Bosco es un faro y una isla que trata de evitar que el Congo vuelva a columpiarse al borde del abismo y de que sus niños empleen la mejor arma contra el mal y el fatalismo, contra tantas devastaciones: la educación.

Alfonso Armada

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