[Respuesta mía a una entrada del blog jurídico de J.R. Chaves, magistrado de lo contencioso-administrativo].
Yo debo ser como ese del dicho: “El que mantiene la calma cuando todos huyen… es que no ha captado la gravedad del peligro”.
Es decir, estoy encantado con la situación actual. Yo no creo que seamos un Titanic que se hunde sino un velero que se ha quedado sin capitán, o está dormido, y va “al pairo”, algo así como “a donde nos lleve la corriente”, que igual es mejor que a donde nos lleve un capitán pirata.
Mi experiencia vital me indica que los gobernantes españoles tienen varios vicios, aparte de meter la mano en la caja… o en el sobre. Uno de ellos es esa manía de estar retocando las leyes continuamente y a golpe de mayorías monocordes, casi siempre absolutas. Si yo fuera jurista preferiría una legislación que sea estable, por aquello de la seguridad jurídica y de no volver locos a los ciudadanos que acaban por no saber si tienen que circular por la derecha o por la izquierda (me refiero a la carretera, no a la política). ¿Porqué hacen esto los políticos? Hay varias razones. Voy a empezar por la más obvia: por dar gusto a sus amigos, pero también a aquellos que pueden abrirles cuentas opacas bien dotadas en algún paraíso fiscal. En segundo lugar, diría que los políticos tienen miedo de que les acusen de inacción. Al cambiar las leyes de forma desaforada, parece que hacen algo, aunque la mayor parte de las veces lo único que hacen es marear la perdiz… y al ciudadano. Como si gobernar para que se cumplan las leyes existentes no fuera mucho más importante.
Su incapacidad de llegar a acuerdos, tanto si están en el poder como en la oposición, para aprobar leyes importantes sin temor a que sean modificadas cuando la oposición llegue al gobierno, les ha conducido ahora a este anquilosamiento en el que parece que no hay tampoco posibilidad de acuerdo.
En tercer lugar, y quizá sea redundante con lo dicho como primera razón de ese ansia de modificar leyes, es que cada variación de las leyes es una vuelta de tuerca contra el ciudadano de a pie, contra el trabajador: menos derechos laborales, menos privacidad, menos competencia donde elegir, menos seguridad jurídica, menos tutela judicial efectiva… Al final, de nuevo, más poder para los poderosos, más indefensión para los humildes. Y en esto me da igual que gobiernen los unos o los otros, que a la postre yo diría que son los mismos perros con distintos collares. Y que me perdonen los canes por esta comparación.
Debo decir que sigo con interés y hasta con cariño las entradas de este blog jurídico, pero en este caso no puedo estar más en desacuerdo. Desde el tono mayestático empleado esta vez, usando la primera persona del plural para enunciar los desacuerdos con la situación política actual, como si el mismísimo Papa los dictara, hasta el contenido mismo de las razones que informan esos desacuerdos, perdóneme sr. magistrado, como humilde ciudadano asqueado, apaleado, ninguneado, humillado, despreciado, engañado, desvalijado… (así me siento, y me quedo corto) por los políticos desde hace muchos años, prefiero que sus señorías electas se queden en sus casas aunque cobren sus astronómicos sueldos. Y hasta las dietas que no se merecen les daría, con tal que no cometieran más tropelías haciendo leyes que sólo sirven para aplastarnos (por no usar otro verbo peor sonante) más. Que sigan negociando sus acuerdos imposibles. Que sigan los cuatro años de legislatura, si hace falta. Apuesto a que el país entero, en ese lapso, daría un brinco en lo moral y hasta en lo económico (que estoy convencido que no hay lo segundo sin haber lo primero) que sería la grata sorpresa de Europa y hasta del mundo entero. Ese día seríamos conscientes de que podríamos despedir a la mayor parte de los políticos de esta santa nación y funcionaríamos mejor. Sólo restaría hacerlo, aunque sería difícil porque hasta en eso las leyes están hechas para perpetuar ese modelo de “fijosdalgo”, de privilegios vitalicios y paternalistas, que nos viene desde la época de Cervantes y cuyo único mérito requerido ahora es afiliarse a un partido y conocer a alguien que conoce a alguien.
Un viejo abogado me confesó: cada vez se legisla más y peor. Las leyes son menos claras, más ambiguas. Si vas a juicio, aunque te asista la razón de la lógica, no sabes si saldrás malparado por esa ambigüedad de las leyes que deja al sr. juez con la pesada carga de interpretarlas para otorgar el favor de la justicia al que realmente la merece.
Dicho todo lo cual, he de advertir, por otro lado, que si yo fuera abogado, tal vez estaría encantado con ese constante hurgar en el enjambre de las leyes, códigos, decretos, ordenanzas, reglamentos y demás que parece encantar a nuestros próceres, porque así el ciudadano que desea defender sus legítimos intereses tendrá que venir a mi puerta buscando que le aporte un poco de luz en ese maremágnum de legislación y jurisprudencia. Y ya se sabe que eso son monedas al cajón. Pero, como ciudadano de abajo, soy de la opinión de que ese maremágnum semicaótico acaba por empobrecernos como nación. Los poderosos siempre pescan mejor en río revuelto, perdón, en “mar” revuelta. Los malparados acabamos siendo también, siempre, esa mayoría silenciosa que no tenemos medios para costearnos abogados y largos procesos.
Perdón por mi exceso verbal.
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